De buena madera

La casa estaba en silencio, era demasiado temprano para despertar, pero José estaba en su tarea desde hacía unas horas. Cuando se fue al paro decidió retomar una afición que terminó convirtiéndose en su oficio. Su padre fue el carpintero del pueblo, le enseñó desde muy niño  el uso de las herramientas. Nunca pensó que luego de tanto tiempo volvería a su lugar de origen a retomar el trabajo paterno, abriendo nuevamente las puertas de  “El taller de Pepe”, así comenzaron también a llamarlo en la localidad.

Cuando llegaron al pueblo con Myriam y Emmanuel en brazos, pensó en todo lo dejado atrás en la capital: las pérdidas citadinas, el apartamento  pagado desde hacía diez años, el trabajo en el estudio de arquitectos.  La rabia y tristeza contenida no le dejaron ver la plaza central, que les recibía con sus árboles en flor, o las calles de piedra que permitían escuchar el sonido de quien, quizás, no esperabas en tu portal.

Con cada día que pasaba, aprendió a agradecer el aroma de las margaritas en las macetas del patio y el saludo matinal con los del pueblo. La ayuda solidaria se hizo presente desde el inicio, aquellos que convivieron con sus padres, hoy les tendían una mano, sin esperar vuelta.

La casa estaba abandonada, pero en pocas semanas Myriam la dejó lustrosa y ordenada. Los aromas de caldos, guisos y pan casero sellaron el recuerdo de un pasado vacío. Los cambios fueron compensando. Descubrir que no había perdido la mano en el tallado, dejaba, al final de la jornada,  la presunción de haber tomado la mejor decisión para la familia.

Emmanuel saltó de la cama, se fue hasta la habitación de sus padres y solo estaba dormida su madre. Debía aprovechar ese espacio y acurrucarse junto a ella, sin molestarla. Cuando se estaba acomodando la manta sobre sí, escucha un ruido. La curiosidad le invade. Puede ver luz en la parte de atrás de la casa.

Descalzo y en pijama cruza el patio, empuja la pesada puerta de madera.

– ¿Qué haces levantado  a estas horas?- corre Pepe abrazando a su hijo.

– Me desperté y vine a ver- mientras rodea el cuello de su padre con sus brazos.

– Es muy temprano para ti. Mira cómo estás, ¡sin medias! – frotando sus pies – Puedes enfermar, vamos para la casa.

No era la intención de Emmanuel volver y perder la posibilidad de estar mirando a su padre trabajar. Siempre pensó: “en sus manos estaba la magia”. Tomaba un trozo de madera y en unas horas era un animal,  un rostro o una cruz. Así también reparaba todo lo que llegara ante él: sillas, mesas, los marcos de las pinturas de Celia o el carro de Aníbal, sus vecinos.

Emmanuel cierra sus manos en señal de pedido, para que le deje estar mientras sigue con su tarea, promete mantenerse en silencio. El día anterior, Pepe decidió terminar lo que había dejado de lado por el armario de Azucena. Siempre trataba de cumplir con los encargos a tiempo… Esto le permitió mantener con responsabilidad un buen nombre de artesano en la comunidad.

Pepe accede. Deja sobre el sillón de cuero roído a su hijo, herencia de su padre. Lo envuelve en una manta para cuidarlo del frío matinal y retoma su pieza.

– ¿Qué va a ser? –  pregunta Emmanuel.

– ¿No quedamos en que estarías calladito? – sonriéndole – Un regalo para mami, cuando termine se lo entregamos juntos.

El cincel se movía muy lentamente sobre la madera.  Pepe eleva la imagen,  observa y hunde el corte con precisión, confiado en cada movimiento.

– Hijo, cuando vas trabajando debes tomar precauciones para no dañar lo que está entre tus manos; luego, lijas suavemente siempre en el mismo sentido, acariciando los bordes y resaltado los detalles – explica Pepe bajo la mirada sin pestañar de su pequeño, igual que su padre lo había hecho años atrás.

–En la vida es igual, debes cuidar tus pasos, pisando seguro.  Así como las herramientas tornan la madera, debes dejarte guiar por quienes te aman como mami y yo. Siempre buscaremos lo mejor para ti, si a veces no lo hacemos bien, como sucede aquí – le muestra un corte fallido –  seguro lo repararemos, estando a tu lado, creando juntos un camino de fe y comunión.

Pasa el tiempo, la luz del amanecer ingresa por la ventana del taller marcando un surco de polvo y calor sobre la mesa de trabajo. Un aroma a café y tostadas llegaba desde la cocina, Myriam estaba preparando un rico desayuno. Era una fecha importante, hacía tres años que estaban allí. Ella sin dudar le siguió cuando le propuso la última mudanza, superaron los sinsabores, crecieron juntos, quería tener un detalle ese domingo.

Pepe pasa un paño sobre su obra,  solo resta pasarle el tinte que dé color y lustre. La posa sobre el mostrador. Emmanuel, a su lado, no cesa de aplaudir.  Una familia abrazada ante sus ojos, ¿una “sagrada familia”?  Sí,  parecida a ellos, hecha de la mejor madera.

Ana Carrera Méndez

Montevideo (Uruguay)