De la vida de San Ignacio
¿A quién no le ha ocurrido algo semejante? Llenamos nuestra cabeza de proyectos. Empezamos a hacer planes. A menudo ocurre de noche, cuando uno deja vagar la imaginación. Te sientes capaz de vencer las dificultades. (…)
Eso le empieza a ocurrir a Íñigo con estos ideales de grandeza en la corte y el mundo. Cuando los piensa se entretiene, divaga, fantasea, ríe. Los comparte con Martín, que se alegra viéndole tan entusiasmado. Los grita en voz alta. Dibuja en su mente escenarios grandiosos y se reserva el papel principal. Él es el galán, gallardo, gentil, exitoso, que una y otra vez conquista a la dama, el poder, la riqueza y el aplauso. Pero cuando cae el telón, o cuando Martín (su hermano) se marcha, o cuando advierte de nuevo su estado de postración y se impone la evidencia de lo que ha sido su vida hasta el momento, entonces todo aparece grisáceo y triste. La ilusión se esfuma y el brillo de sus ojos se apaga mientras se sume en la indolencia.
La emoción religiosa, en cambio, no se desvanece tan rápidamente. También en esos casos Íñigo piensa en voz alta, reza con palabras llenas de respeto y devoción, dirigiéndose a Dios, a María, a esos santos que parecen convertirse en referencia para su camino. Habla de todo eso con Martín y con Magdalena, que, viéndole tan dichoso se dan por satisfechos. Se ve ermitaño, apóstol, predicador, monje. Se adivina consolando a hombres tristes, pacificando lugares divididos y sanando cuerpos heridos. Se imagina caminando a Jerusalén, alimentándose pobremente. Un peregrino austero, viviendo a la intemperie, confiado en manos de Dios. La alegría que le producen estos pensamientos no se disipa tan fácilmente. No le sucede, con estas imágenes, que pase de la euforia al desánimo. Tampoco ve imposibles los proyectos cuando los examina más despacio. Le dejan contento. Los empieza a creer posibles. Le producen paz.
Íñigo siempre ha vivido rápido. De un lado a otro, buscando fuera lo que diese sentido a su vida. La necesidad de hacerse un nombre y de labrarse un destino le ha tenido en constante movimiento, atento a las posibilidades, esperando que se diesen las condiciones para alcanzar una posición, una oportunidad, un reconocimiento, un título…
Es ahora, cuando tiene todo el tiempo del mundo y ninguna posibilidad de acelerar su sanación cuando, quizá por primera vez, mira hacia dentro. Se da cuenta de que no es sólo el mundo exterior un escenario donde acontecen drama y tragedia, triunfos y derrotas. También dentro de sí hay vida, humores cambiantes, ideas que le vienen sin saber muy bien de dónde, emociones que le transforman… Íñigo se vuelve hacia dentro.
Y comienza a intuir que Dios no habla sólo con las cosas que pasan fuera, sino también con las que acontecen en el interior de cada uno. A veces se siente confundido por sus estados de ánimo cambiantes. Se da cuenta de que sus aspiraciones de triunfo en el mundo y sus ideales de santidad son contradictorios. Y se pregunta, perplejo, cómo puede ser que esté tan confuso, que desee con tanta pasión alcanzar dos metas tan diferentes. Se desespera al no encontrar la respuesta. Y así se le van las semanas, recobrando lentamente las fuerzas, sacudido por esos deseos opuestos que se suceden tercamente.
Una tarde, cuando está sentado meditando sobre estos humores volubles, desesperado por no entender qué le ocurre, todo parece encajar de golpe. ¿Por qué unos sueños le dejan contento por largo tiempo, mientras otros se convierten, de la noche a la mañana, en pesadilla? «Dios me está hablando», se dice. Al principio se asusta de su temeridad. Tiene miedo de decirlo en voz alta. Pero lo siente con absoluta certeza. Es Dios el que pone en su corazón el propósito de seguirle, de hacer el bien… y en cambio no es de Dios toda esa otra vanidad que al final le deja vacío. Las cosas de Dios duran de otro modo, permanecen, te llenan de consuelo. El resto es artificio, una quimera engañosa, un espejismo, un mal espíritu burlón y tramposo. Esta comprensión le deja extrañamente sereno. Contento. Tranquilo. Mira a lo lejos, por la ventana. Y se recoge en una oración silenciosa, con el sentimiento de quien ha descubierto un mundo.
A partir de este momento le gana la alegría; parece triunfar, en los sueños de Íñigo, el deseo de imitar a los santos. A la luz de esos nuevos ideales revisa cómo ha transcurrido su existencia hasta ahora y siente vergüenza y pesar. La vida cortesana con sus intrigas y engreimientos le resulta ahora fugaz y vana. El servicio de las armas le parece de pronto grosero y excesivo.
Íñigo es un hombre de extremos. Ahora que ha intuido un nuevo horizonte aparta todo lo demás. Ya tiene un cometido, una meta. Y se entrega absolutamente a ello. Poco a poco va tomando forma un proyecto que se convierte en certeza: irá a Jerusalén haciendo penitencia por su vida anterior. Nada hay ahora más importante para él. Se ve ya caminante en tierras lejanas. Su mente viaja. Su corazón canta.
José Mª, Rodríguez Olaizola, SJ, Ignacio, nunca solo