De la vida de San Ignacio

Ignacio desplegará su actividad al frente de los jesuitas desde las habitaciones pequeñas que ocupa en la nueva casa de la Compañía en Roma. Un edificio vecino a la iglesia de Santa María della Strada, que ha quedado encargada a la Compañía. En el futuro la monumental Iglesia del Gesú reemplazará el pequeño templo, y un inmenso caserón albergará durante siglos la casa madre de la orden. Pero ahora es un edificio pequeño, y es este el espacio, sencillo y sobrio, desde el que comienza su labor. ¿Por dónde empezar? Hay tanto por hacer… Ya ha comenzado, junto con Coduri, la redacción de reglas y normas que han de desembocar en unas constituciones. Pero sabe que eso no puede hacerse a la ligera. Han de tomar tiempo y ver cómo van desarrollándose las cosas. Rescata ahora sus años de formación cortesana, su aprendizaje en la contaduría de Velázquez de Cuéllar, las lecciones que le recuerdan que lo escrito ha de pensarse con cuidado, y la ley debe ser precisa en el fondo y la forma. Es meticuloso y no quiere dejar cabos sueltos. No pueden saber de antemano cómo organizarlo todo. La misma experiencia tendrá que ir mostrándoles el camino. Es tan consciente de que Dios le ha guiado por vericuetos inesperados, que ahora siente una mezcla de confianza e incertidumbre. Se repite una y otra vez esa máxima que al tiempo le exige y le libera: obrar como si todo dependiese de sí mismo, sabiendo que al final todo depende de Dios. Luchar hasta el extremo, para después dejarlo todo en las manos divinas.

Va apoyándose en los nuevos miembros, que empiezan a asumir responsabilidades. Hombres que, incluso antes de la aprobación oficial de la Compañía, han ido uniéndose a ellos. Como Estrada, Olave, Viola, Oviedo, o su propio sobrino Araoz, que, llegado de España para tratar de devolverlo allá, queda cautivado por el proyecto de su tío y se une a él. Diego de Eguía, ya ingresado en la Compañía, se convertirá en su confesor. El benjamín de la creciente comunidad es Pedro de Ribadeneira, un toledano que sólo tiene 13 años cuando en 1540 huye del séquito del cardenal Farnese, con el que había llegado a Roma, y se refugia en la comunidad de Santa María della Strada. Se convierte en un soplo de aire fresco y vital en medio de la severidad y de la incesante actividad de los compañeros. A Ignacio le hace sonreír este muchacho descarado que, sin ningún reparo, se burla de sus meteduras de pata con la gramática italiana. Un poco de familiaridad donde todos le tratan con reverencia es para él como una brisa refrescante.

Nuevos rostros. Nuevas incorporaciones. Hay que prepararlos bien. Sobre todo ahora, al principio, cuando no hay otros formadores, otras figuras que hayan bebido en las mismas fuentes de esa espiritualidad que inunda el proyecto. El propio Ignacio será, en buena medida, el forjador de estas primeras generaciones en Roma, mientras los primeros compañeros hacen lo propio allá donde se van estableciendo. Se multiplica. Está desbordado, pero encuentra el tiempo para todo. Para una vida interior intensa, una oración constante y la celebración diaria de la Eucaristía que se convierte en su norte. Un encuentro con Dios que ha de iluminar sus búsquedas. Para avanzar en la redacción de instrucciones, normas y constituciones. Para formar a los nuevos compañeros que se van uniendo, hasta tal punto que en muy pocos años necesitarán una casa independiente para ellos en la ciudad. Con profunda intuición les escucha, encuentra lo que más conviene para cada uno, les exige… al doctor lo pone a limpiar cocinas, al maestro a barrer, al inseguro le alienta, al débil le va ayudando a descubrir una fortaleza mayor. Al enfermo lo cuida y al sano lo prueba. Al que ve capaz le anima a unirse a ellos, y deja después que sea el encuentro con Dios en los ejercicios el que confirme esa decisión si es su voluntad.

Escribe sin cesar. Ya desde los tiempos de París y Venecia se conservan esquelas, mensajes, cartas de Ignacio a los suyos. Pero el volumen de su correspondencia ahora se multiplica.

Los propios compañeros, urgidos para ello por Ignacio, descubrirán que la mejor forma de mantener la unidad, ahora que están dispersos, es mandándose largas misivas, contándose lo que hacen unos y otros, compartiendo sus experiencias, sus sabores y sinsabores. Las cartas que llegan desde la India, escritas por un Francisco Javier apasionado, recorren las cortes y las universidades, impulsando a innumerables jóvenes a unirse a la Compañía. El propio Ignacio les insiste en la utilidad de esas crónicas con las que comparten actividad y los corazones se mantienen unidos. Hasta formaliza esa correspondencia periódica, pese a la resistencia de alguno, como Bobadilla, que define el intercambio epistolar como una pérdida de tiempo. Establece que al menos cada cuatro meses todos hagan llegar sus narraciones a este corazón de la Compañía en Roma, este nudo que se va convirtiendo en lugar de tránsito, de encuentro, de vínculo entre tantas idas y venidas.

La labor de los compañeros va generando una enorme fecundidad apostólica. En Castilla, en Portugal, en Italia, en toda Europa. Cada vez más lejos. Pero sin postergar lo más cercano. La misma Roma es campo de actividad incesante. También aquí Ignacio es el primero en lanzarse a un apostolado directo e ingente. Confiesa, mantiene su voto de educar a los niños, y no es raro verlo en alguna plazuela impartiendo lecciones de catecismo con su pobre italiano.

 

J. Mª Rodríguez Olaizola, SJ

Ignacio, nunca solo