Lo que sucedió la noche de Pentecostés

 

Habían pasado siete semanas desde la celebración de la Pascua. Se aproximaba otra fiesta, casi tan solemne como aquella. Era la de Pentecostés, también conocida como la fiesta de la Recolección o de las Primicias, ya que se ofrecían a Dios los primeros frutos de la cosecha. Jerusalén se llenaba de peregrinos, gentes que acudían alegres para participar en una gran acción de gracias y recordar la Alianza con Dios en el monte Sinaí.

Los discípulos de Jesús todavía estaban en Jerusalén. Allí permanecían, como a la espera de una promesa.

Jerusalén… la ciudad santa, en la que habían vivido las experiencias más impactantes de su vida. Todo comenzó en una noche oscura: la despedida, la detención, el juicio, la tortura… imágenes que todavía se agolpaban en su cabeza, precediendo a la gran desolación de ver al Maestro clavado en una cruz.

 

Cuando poco después, empezaron a experimentar su presencia viva en medio de ellos… la sorpresa y la alegría fueron inmensas. Fue desde ese primer día de la semana, cuando las mujeres salieron apresuradas al alba… Volvieron alborotadas diciendo que lo habían visto. Eran las primeras testigos. Pero, enseguida, Jesús Resucitado se dejó ver también a los demás. Comenzó entonces un tiempo intenso, en el que, de diversas maneras, se sintieron alcanzados por Jesús Resucitado. Habían sido experiencias inauditas, sorprendentes, que les habían llenado de paz, de alegría, de admiración… Pero, a pesar de ello, no conseguían librarse de una cierta inquietud.

Todavía no entendían. El Resucitado les pidió que permanecieran en Jerusalén, que allí recibirían la fuerza del Espíritu para ser sus testigos desde ahí, hasta Judea y los confines de la Tierra. Pero, alguno, todavía preguntaba: “¿Es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?”

La noticia de la Resurrección había corrido por la ciudad, pero ellos todavía no se atrevían a salir. Ante el sepulcro vacío, las autoridades habían hecho circular un bulo: que los discípulos habían robado el cuerpo de Jesús para decir que vivía. Es decir, les habían puesto fama de impostores y mentirosos… Y si mal había acabado Jesús en Pascua… ¿Qué les pasaría a ellos en Pentecostés?

 

Discípulo: He oído que los guardias nos andan buscando. ¿Por qué no nos vamos de Jerusalén?

Discípulo: Puede ser peligroso. Mira que si aprovechan la fiesta, como la otra vez, para dar un escarmiento, y nos descubren.

Discípulo: No quiero ni pensarlo. María… ¿tú qué dices? Que es más prudente marcharnos, ¿verdad?

María: ¿Marcharnos? No… Él nos pidió que nos quedáramos aquí, que esperásemos aquí. Nos pidió que comenzásemos aquí, en Jerusalén, a dar testimonio de su Resurrección. Que desde aquí hiciéramos discípulos de todos los pueblos… ¿Ya no lo recuerdan?

Discípulo: Sí… Eso está muy bien… Pero, ¿cómo lo vamos a hacer? Él se ha ido al Cielo, y nos alegramos por Él, que ya está con el Padre, pero… aquí nos hemos quedado solos.

Discípulo: ¿Cómo lo vamos a hacer? ¿Quién de nosotros va a saber hablar en público?

Discípulo: ¿Y quién se atreve a hablar en contra de las autoridades… y de la gente, que se nos puede echar encima? He querido mucho a Jesús, y le quiero, y… sí, es verdad, Dios lo ha resucitado… Pero ¿qué vamos a hacer nosotros solos si somos un puñado de infelices?

Discípulo: Es verdad… Un puñado de infelices… Ni vamos a saber qué hablar, ni cuándo, ni de qué manera… Lo nuestro es pescar… o comerciar con algo… Mateo, ¿tú no te volverías a tu oficio de cobrar impuestos?

María: Muchachos… ¡Los veo más desanimados que nunca! ¡Confíen!! No sabemos cómo pero tendremos una señal. No nos va a dejar solos.

Discípulos: La verdad, María… hablas tan convencida… Por el cariño que te tenemos, pues sí, vale, nos quedamos en Jerusalén. Pero ¿qué hacemos mientras toda esa gente está en la calle bailando y cantando? ¿Salimos con ellos? O mejor nos quedamos aquí, guardados… por si acaso… ¿Qué hacemos?

María: Recemos.

 

Un amigo les prestaba una casa. Ahí se refugiaban, bien cerradas las puertas. Rezaban, recordaban lo vivido junto a Jesús y pedían a María, su madre, que les explicase cosas que recordaba de Él: cosas de su infancia, de su juventud, sus impresiones como madre, como discípula. La compañía de María, a todos, les hacía mucho bien.

 

Discípulo: María, cuéntanos otra vez la anécdota aquella del Templo, cuando Jesús tenía 12 años.

María: ¿Queréis escuchar de nuevo? Bien, con gusto… Sí, tenía 12 años… Creíamos que volvía a Nazaret entre los parientes… pero al anochecer, no lo encontramos, y tuvimos que volver a Jerusalén…

 

Lo bueno es que, a pesar de todo, seguían unidos. Se hubieran dispersado varias veces, pero ahí estaban, tan diversos y dispares como Jesús les había elegido, y como seguían siendo. Unidos y rezando con un solo corazón. Y así estaban la víspera de Pentecostés… Trasnochando entre recuerdos, cantos, oraciones… Velando… Esperando…  ¿Qué pasó aquella noche?

Lo cierto es que a la mañana siguiente, muy temprano, una sorpresa aguardaba a los vecinos y forasteros que habían llegado a Jerusalén. Un hombre sencillo, con acento galileo, se había plantado en medio de la plaza y dando voces, atrajo a todos para hablarles así:

 

Pedro: Oídme israelitas… Hace 50 días, fuera de la ciudad, murió Jesús de Nazaret. Bueno, en realidad, no murió. Lo mataron. Lo condenaron injustamente. Quizá, muchos, tuvimos cierta responsabilidad en esa sangre inocente derramada. Escapamos, o permanecimos indiferentes o, engañados por nuestros jefes, jaleamos su condena a muerte. Actuamos así movidos por ignorancia o por temor, a pesar de que conocíamos su vida y sabíamos que un hombre como Él, bueno como Dios, no merecía morir. Pero ahí no quedó todo, Dios lo resucitó, Dios ha hecho mucho más que traerlo de nuevo a la vida, le ha dado una vida plena, para siempre, a su lado, y desde ahí, nos sigue apoyando y sosteniendo.

 

Mientras hablaba, la gente se preguntaba: “¿Quién es este? ¿Y esos que lo acompañan? Parece muy convencido…” Algunos, con sorna y desconfianza, sentenciaban: “Estarán borrachos”.

Pero no, María  y los discípulos estaban muy, pero que muy lúcidos, hablando de Jesús y anunciando su resurrección con una pasión especial. Tenían un brillo en los ojos… como si un fuego les habitase por dentro. Corrían de un lado a otro, veloces y ligeros, como si el mismo viento les llevase. Hablaban con claridad, sus voces sonaban cristalinas como el agua, y no se puede explicar por qué, pero el caso es que todos, a pesar de los diferentes idiomas, conseguían entenderles. Muchos de los que escuchaban, creyeron en Jesús. Preguntaron a los apóstoles qué tenían que hacer y decidieron unirse al grupo mediante el bautismo.

Cuando, pasado el tiempo, los creyentes se reunían en torno a los apóstoles y les preguntaban por lo que sucedió aquella noche, ellos intentaban explicarlo como podían…

 

Discípulo: Aquella noche, se cumplió la promesa de nuestro Amigo al marchar. Nuestra espera tuvo sentido. No nos dejó huérfanos ni solos.

Discípulo: Llegó con su luz, con su claridad, con su energía, con su poder… Llenándonos de valentía, paz y alegría.

Discípulo: Fue algo especial: como si Dios de nuevo soplase, y nos llenase de VIDA, como si Dios de nuevo hiciera descender su columna de fuego, la que iluminaba al pueblo peregrino para acompañarle y mostrarle el camino.

Discípulo: Nos envió su Espíritu, ni más ni menos, su mismo Espíritu.

 

En aquella fiesta de Pentecostés nació la Iglesia. Y a través de una larga cadena de testigos, y por el bautismo, es la misma Iglesia en la que nosotros hemos conocido a Jesucristo. La Iglesia santa y pecadora, la Iglesia de hoy, atravesando, junto a nuestros contemporáneos, el temporal del COVID-19. Hoy también como aquellos discípulos tenemos que pasar “medio-encerrados” en nuestras casas y muchas veces nos sacude el miedo y la incertidumbre. Pero, al mismo tiempo, y de modo admirable, ¡cuántas “salidas” para prestar un servicio, para trabajar por el bien común, para atender a los ancianos y enfermos, para compartir la comida con los más necesitados, para dar clase por internet… Cuántas “salidas” a través de las redes sociales, de la oración y la reflexión compartidas con hombres y mujeres de todas las creencias, apostando juntos por el cuidado de la tierra y la solidaridad con los demás… ¡Cuánta Iglesia “en salida”, a pesar de las dificultades, y cuánto camino aún por recorrer!

 

Cada uno de nosotros recibe un don del Espíritu… Pero los dones de Dios tienen una característica: son de “libre circulación”… Hay que pasarlos, compartirlos… ¿Qué don pides hoy para compartir con los demás?

Puedes pensar en los nombres tradicionales de los dones del Espíritu, o en los otros muchos dones que del Espíritu recibimos: compasión, ternura, creatividad, ánimo… Lo que tú sientas que necesitas y que te gustaría recibir para compartir. Escríbelo en un papel, con letras grandes, bien vistosas… Hazle una foto y… ¡pásalo!

 Equipo de Pastoral fsj