Las raíces bíblicas

Ante el hombre Jesús de Nazaret, que tanto ha conmovido al mundo con su vida y su mensaje, uno no puede dejar de preguntarse por sus orígenes, por sus raíces humanas. Conocemos la importancia que en la vida del hombre tienen la primera infancia y el medio familiar y educativo. Remontándonos a los primeros balbuceos de la sensibilidad, al primer despertar de la conciencia y de la inteligencia, en suma, a las primeras experiencias, esperamos descubrir el manantial secreto de una vida.

¿Qué sabemos de los orígenes humanos de Jesús, del ambiente en el que creció, de las influencias que le marcaron? Los evangelios son muy discretos a este respecto. Sin embargo, Jesús no apareció un buen día como un ser caído del cielo. Cuando comenzó a predicar en Galilea, en torno a los treinta años, sus oyentes sabían perfectamente de dónde venía. Lo que les desconcertaba no eran los orígenes humanos del joven profeta, que conocían de sobra, sino la asombrosa sabiduría con que hablaba y el poder milagroso de sus actos. Esa sabiduría y ese poder no se correspondían con lo que ellos sabían de su humilde origen, por lo que resultaban inexplicables: «¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos milagros?» (Mt 13,54). «No es éste el carpintero, el hijo de María?» (Mc 6,2). «¿No es éste el hijo de José?» (Lc 4,22). «¿No conocemos todos a su padre y a su madre?» (Jn 6,42).

Efectivamente, Jesús pasó los treinta primeros años de su vida en una humilde aldea situada en los repliegues de las montañas de la Baja Galilea, a unos 105 kilómetros al norte de Jerusalén. La actual ciudad de Nazaret apenas da idea de la pequeñez de la aldea de Jesús. Sólo algunas viejas callejuelas permiten aún imaginar su antigua fisonomía. Nazaret era entonces una aldea de unos 1.500 a 2.000 habitantes y sin motivo alguno para ser conocida. Ni la Biblia ni el historiador Flavio Josefo, que, sin embargo, conocía muy bien Galilea, mencionan su nombre. Por otra parte, ¿no se solía preguntar con cierto menosprecio si de Nazaret podía salir algo bueno (cf. Jn 1,46)? Sus habitantes eran gentes sencillas (labradores, pastores, artesanos…) que llevaban una vida esencialmente rural. La campiña circundante era hermosa y fértil y en ella se cultivaba el trigo, la vid y diversos árboles frutales. Pero en las excavaciones arqueológicas no se ha encontrado nada que sugiera riqueza. Las casas, pequeñas y cuadradas, se alzaban sobre el trasfondo de las rocosas colinas, plagadas de grutas naturales o excavadas por el hombre. Las callejuelas eran estrechas, pedregosas y empinadas. Al atardecer, en el buen tiempo, la vida de la aldea se centraba en la plaza, en torno a la fuente, adonde acudían las mujeres a llenar sus cántaros y a charlar. Los rebaños aguardaban mientras los chiquillos jugaban y a veces se peleaban. En cuanto a los hombres, una vez concluida la jornada, conversaban entre ellos o contemplaban los colores del atardecer: «El cielo está rojo, decían, mañana hará buen tiempo», o bien: «Hay nubes; va a llover» (Mt 16,2; Lc 12,54).

Fue en medio de esta población sencilla y trabajadora donde creció Jesús, que pasó en Nazaret no sólo su infancia y su adolescencia sino también los diez primeros años de su vida adulta. Había nacido en una familia de modestos artesanos. José, su padre legal, tenía un taller de carpintero y él, en cuanto tuvo edad de trabajar, aprendió también el oficio.

Como todos los niños de Nazaret, Jesús frecuentaba la pequeña escuela rabínica del pueblo y la sinagoga. Fue allí donde aprendió a leer y a escribir, a cantar y a rezar. Además de la escuela estaba la familia, que desempeñó un importante papel en la educación del niño.

María, su madre, formaba con José una pareja creyente, piadosa y fiel a la observancia de la Ley de Moisés (cf. Lc 2,22.27.39), por lo que todos los años peregrinaban a Jerusalén. Gracias a ellos, Jesús fue iniciado muy pronto en la tradición litúrgica de Israel. El exegeta Joachim Jeremías hace esta importante observación: «Jesús pertenecía a un pueblo que sabía orar». En la vida familiar judía, efectivamente, había tres momentos de oración que jalonaban la jornada: por la mañana y por la tarde, se recitaba el Shemá, que es una profesión de fe en el único Dios: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria, se las inculcarás a tus hijos y hablarás de ellas cuando estés en casa y cuando vayas de camino, cuando te acuestes y cuando te levantes» (Dt 6,4-7).

Al Shemá se añadía, por la mañana y por la tarde, la Tefillah, una oración en forma de himno compuesta por dieciocho bendiciones, la primera de las cuales comenzaba así: «Bendito seas, Señor, Dios nuestro y de nuestros padres, Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob, Dios grande, poderoso y terrible. Dios altísimo, Señor del cielo y de la tierra…» Después del mediodía, a las tres, se volvía a recitar esta oración de las dieciocho bendiciones.

Así, a través de estas oraciones y de estas prácticas familiares, Jesús aprendió desde su más tierna infancia a conocer al Dios único, al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, «Señor del cielo y de la tierra». Más tarde recordará esas expresiones, que para él se habían hecho familiares, y las usará como propias. Al crecer «en edad y en sabiduría», Jesús iba asimilando poco a poco la tradición religiosa de Israel y familiarizándose con la Ley, los Profetas y los Salmos. Su espíritu se abría a una visión del mundo y de la historia totalmente orientada hacia la venida del Reino de Dios.

Jesús no frecuentó las escuelas de teología de su tiempo. Propiamente hablando, no tuvo maestro. Todo cuanto aprendió no lo recibió de forma abstracta y escolar, sino en contacto con la vida misma. En Nazaret se mantenían al margen de las sutilezas de escuela. Se vivía de una manera sencilla, pero profunda. Esta fe vivida era muy cercana a las humildes realidades de la vida y el trabajo de todos los días y hacía que se estableciera con toda naturalidad una correspondencia entre las realidades terrenas y el Reino de Dios. Más tarde, Jesús comparará el Reino con una lámpara que alumbra a todos los de la casa; o con la levadura que la mujer mezcla con tres medidas de harina y que hace fermentar toda la masa; o con la semilla que se arroja al suelo y germina paciente e irresistiblemente, vele o duerma el agricultor. A lo largo de su enseñanza aflorarán constantemente los recuerdos de su infancia. Y estas imágenes rurales revelarán una sensibilidad religiosa acorde con la vida paciente y apacible de la tierra. Para Jesús, el Reino de Dios no viene con la violencia de la tormenta, sino con la serena fuerza de la savia, a imagen de la propia tierra, «que da el fruto por sí misma: primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga» (Mc 4,28).

También en Nazaret aprendió Jesús que el Reino de Dios se deja descubrir por los caminos de la simplicidad y la pobreza y en las relaciones humanas ajenas a toda voluntad de dominio. Sin duda, viendo el proceder de María y de José en casa y en la convivencia con los vecinos de la aldea fue como germinó en su corazón y en su espíritu la idea que un día expondrá públicamente y que constituirá el núcleo central de su enseñanza: «Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos los mansos, los misericordiosos, los pacíficos…»

El Magníficat, ese cántico que Lucas pone en labios de María en el momento de la visita a su prima Isabel, traduce con exactitud y acierto la espiritualidad que debía de reinar en el hogar de Nazaret: la de los pobres de Yahvé, los anawim.

Conviene que nos detengamos un instante en esta espiritualidad en la que probablemente estuvo inmerso Jesús durante toda su juventud y que le impregnó profundamente. Los pobres de Yahvé, tal como se expresan en los Salmos, representan un modelo acabado de hombre bíblico. La pobreza, que, con su cortejo de privaciones y humillaciones, había sido tenida durante mucho tiempo en Israel como un mal y una maldición, había acabado, bajo el influjo de los profetas y a raíz de la dolorosa pero fecunda experiencia del exilio, siendo considerada como un camino privilegiado hacia Dios. El pobre, que solía ser también el oprimido, aprendió a volverse hacia Dios, a gritarle su desamparo y a encomendarse a su justicia y su bondad.

Se servía de su pobreza como de un trampolín hacia una fe más depurada y hacia una confianza incondicional. El pobre se convierte en el «cliente» de Yahvé: el que se fía de Dios y al que Dios toma a su cuidado. Así, a partir de un estado de pobreza material y de una situación de desamparo, se desarrollaba y maduraba una pobreza espiritual, hecha de humildad y de confianza. La pobreza vivida ante Dios se convertía en un ideal religioso.

Sofonías fue el primer profeta que presentó la pobreza bajo esta luz. Según él, el pueblo mesiánico estaría formado por «un resto de personas sencillas, humildes y pobres, cuya única riqueza y refugio sería Dios» (Sof 3,12).

Jeremías, por su parte, al confiarse por entero a Dios en medio de las persecuciones y las humillaciones de que era objeto, se convirtió en la figura ideal, en el prototipo del pobre de Dios. Su ejemplo y sus confidencias fueron una luz en la que se inspiraron los salmistas: sus plegarias y sus cánticos de pobres quedaron como la expresión más perfecta de la espiritualidad de los pobres de Yahvé.

¿Cómo se caracteriza más concretamente esta espiritualidad? En primer lugar, por un sentido muy acusado de la soberanía de Dios: Yahvé es el Señor; no hay más Todopoderoso que Él. Los pobres de Dios viven de esta verdad. Todo su ser se inclina ante esta realidad única, adorando a quien ha hecho el cielo y la tierra y domina las naciones: «El Señor se eleva sobre todos los pueblos, su gloria por encima del cielo. ¿Quién como el Señor Dios nuestro, que se eleva en su trono y se abaja para mirar los cielos y la tierra?» (Sal 1 13,4-6).

¿Quién como Dios? Esta pregunta admirativa, que expresa el fondo del alma de los pobres, tiene para ellos una profundidad insondable, pero también una inmensa dulzura. Porque, a la vez que afirma la absoluta soberanía de Dios, relativiza todos los poderes, todas las potencias y grandezas de este mundo. La adoración se vive entonces como un acto de liberación respecto de todas las fuerzas de opresión. Los pobres de Yahvé saben y saborean esta verdad: que no hay más Todopoderoso que el Señor, a quien únicamente pertenecen el reino, el poder y la gloria.

El segundo rasgo característico de la actitud espiritual de los pobres de Yahvé es una confianza humilde e ilimitada. Paradójicamente, la trascendencia de Dios, ante la que perciben su pequeñez, no tiene para ellos nada de opresivo, sino que, por el contrario, los levanta y les devuelve la dignidad, el valor y la fuerza. Porque este Dios, cuya «gloria está por encima de los cielos», es también el Dios justo y bondadoso, el Dios compasivo, cercano a los corazones abatidos, el Dios que «levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los nobles, con los príncipes de su pueblo» (Sal 113,7-8). Entre los pobres de Yahvé, la adoración sólo tiene parangón con la confianza. Cuanto más se inclinan ante Dios, más crece su confianza en Él. Cuanto más pobres y desamparados se sienten, más consistencia cobra su confianza. Una confianza que no se apoya en medios humanos, sino en Dios mismo, en su poder y en su bondad. Dios es su único recurso, su «refugio», su «roca», su «fortaleza». De Él esperan toda liberación, toda justicia, toda misericordia y toda ternura: «…Descansa sólo en Dios, alma mía, porque él es mi esperanza… Sólo Él es mi roca y mi salvación, mi alcázar: no vacilaré» (Sal 62,6- 7).

Nada puede frenar el impulso de confianza de los pobres de Yahvé. Ni siquiera el peso de sus faltas y miserias morales: «…Mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora. Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora; porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa: y Él redimirá a Israel de todos sus delitos» (Sal 130,6-8).

Esta actitud llega incluso, en algunos salmos, a mostrar los rasgos de la confianza propia de un niño. El pobre de Yahvé encuentra entonces la paz y la serenidad en el abandono característico del niño pequeño: «Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad; sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre» (Sal 131,1-2).

Esta humilde confianza abre el alma de los pobres de Yahvé a una esperanza mesiánica renovada y purificada. Este es, sin duda, otro rasgo característico de su espiritualidad. Esperan la venida del Reino de Dios, no como una era de esplendor político y militar, sino más bien, en la línea de los profetas, como una manifestación de justicia, de paz y de bondad, en favor de los más débiles y desprotegidos.

Esperan que el derecho del desgraciado sea reconocido y respetado y que la paz y la justicia reinen al fin para todos. Y no lo esperan como una obra humana, sino como una gracia de Dios: «Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes: para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud… porque Él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector; Él se apiadará del pobre y del indigente y salvará la vida de los pobres; Él rescatará sus vidas de la violencia…» (Sal 72,1- 2.12-14).

Así, entre los pobres de Yahvé, la esperanza mesiánica se purifica de toda pretensión teocrática, de todo sueño de poder. Y mientras que, en el escenario político de Israel, los responsables de la nación se dejan deslumbrar muy a menudo por un falso mesianismo, expresión de su voluntad de poder, el corazón de los pobres acoge y alimenta la verdadera esperanza. Desde los oráculos de Sofonías hasta los cánticos del anciano Simeón, de Zacarías y de María, pasando por los Salmos, esta esperanza no ha dejado de purificarse y de crecer en el corazón de los pobres de Yahvé.

Puede pensarse que esta espiritualidad constituía el fondo de la piedad que se vivía en el hogar de Nazaret. ¿No pertenecían María y José a esos pobres y humildes de los que habla Sofonías? También ellos esperaban el Reino de Dios por los caminos de la simplicidad y de la confianza.

Es en este humus bíblico donde hunde sus raíces la experiencia espiritual de Jesús. Nunca nos cansaremos de decir que detrás de Jesús está la Biblia; están las grandes voces de Israel, las de los profetas, y las más modestas, las de los pobres de Yahvé. Todas estas voces alimentaron su piedad, no sólo como un saber adquirido en los libros, sino, más aún, como un clima vital y de valores; como el aire natal que se respira; como una sabiduría vivida que te impregna sin darte cuenta y te inspira.

Como cualquier ser humano, Jesús sintió antes de pensar. Aún no había concebido idea alguna y ya lo había sentido todo. Su infancia en Nazaret fue un despertar de todo su ser en medio de extraordinarias primeras impresiones de adoración y confianza. En su relación con Dios y con los seres humanos, quedó profundamente marcado por esa atmósfera. Un día, Él mismo se incluirá abiertamente entre los pequeños, los mansos y los humildes. Y su mensaje, tal como lo presentará en las Bienaventuranzas evangélicas, retomará, amplificándolos, los valores religiosos que se practicaban y valoraban en su ámbito familiar.

Eloi Leclerc, “El Reino escondido”