Cuatro tiempos de un camino hacia Jesús

“Fijar los ojos en Él”. Cuando el niño comienza a distinguir las cosas, lo primero que busca es el rostro de su madre, esa mirada que es toda su razón de ser. Conocer y reconocer personas queridas, paisajes y lugares cercanos, nos va haciendo pertenecer a una familia, a un pueblo, a una geografía y a una historia concreta. Claro que no es sólo un mirar exterior lo que hace que interioricemos todas estas cosas. La mirada es un camino de comunicación con los demás. Hay miradas de cariño o de odio, de acogida o de rechazo, hay miradas que realizan el milagro de un encuentro de amor entre dos seres y señalan un camino existencial a seguir.

Damos fe de que Francisco Butiñá fue un hombre que miró y vio mucho y muy profundamente. En su juventud sintió especialmente que la mirada de Jesús de Nazaret se posó en su persona y quedó subyugado. Antes de irse a Loyola, al noviciado, escribió: “Hemos de hacer como aquéllos que aprender a escribir, que para hacer bien las letras fijan los ojos y miran el ejemplo que tienen delante, así nosotros hemos de fijar los ojos en el Señor” (Exercicis Meditacions pág. IV, Primera meditación de la imitación de Cristo). Nacía la historia de un seguimiento vivo.

“Resuelto a no negarle nada”. Empezó Butiñá su camino dispuesto a aprenderse de memoria el rostro y la vida de Jesús, para ser como Él, y enseguida la vida comenzó a ofrecerle oportunidades de avanzar por sendas de pobreza y de identificación personal, tras las huellas del Señor.

En el tiempo de formación se encontró con testigos, sus propios formadores, como recordará, que le iluminaron el camino. Creció su espacio interior y aprendió a mirar desde dentro, no como a un modelo extraño que tienes que copiar. Cristo se fue adueñando de sus afectos, de su corazón y de toda su vida. A medida que crecía en años y en entrega se le iba haciendo más nítida y concreta la persona de Jesús, se le iba adentrando en el alma e invadiendo todo su ser. “Me pareció que después de haberlo dado yo todo por los tres votos de Pobreza, Castidad y Obediencia, recibía en cambio por recompensa a Jesucristo. Este pensamiento me conmovía”, escribe al recordar el día de su Profesión Perpetua.

Para estas fechas, Francisco que sigue con los ojos del corazón fijos en Él, ha descubierto muchas cosas y ha logrado encauzar su existencia: “Tengo tan gran deseo de entregarme enteramente al servicio del buen Jesús, que estoy resuelto a no negarle ningún sacrificio que me pida, por costoso que sea” (carta a Dolors Oller, 24 de febrero de 1876). Está viviendo ya la madurez de una entrega en la que le gusta hablar de Cristo, nuestro Bien.

“Presentar la figura de Cristo Obrero”. Ahora nos resulta más fácil descubrir el secreto de la vida del P. Butiñá, cuando sabemos que todo empezó por fijar los ojos en Jesús. Este mirar contemplativo le dio acceso a Nazaret, donde paseó la mirada observadora de sus ojos y la mirada más profunda del corazón. Se sabía de memoria el Taller. Conocía al dedillo los rostros de Jesús, María y José. Fue Jesús Obrero quien iluminó tempranamente su vida y su misión. Lo descubrió como un Dios encarnado, hombre de pueblo, trabajador, alguien que ofrece una alternativa a la vida del hombre. Lo descubrió haciéndose compañero de trabajo y de vida con todos los nuevos obreros.

Pronto empieza a invitarnos a entrar, admirar, contemplar Nazaret.
Todo su ser, su saber y su quehacer se pueden resumir en la frase de uno de sus libros: “Voy a presentarte la figura de Cristo Obrero para que la tengas siempre presente en tu corazón”. Es su tiempo de misión, que abarca toda su existencia.

“Morir en manos de la Vida”. La cercanía del P. Butiñá a Jesús va creciendo en intensidad, en conocimiento, en identificación, en vida. Empezó como quien comienza a aprender a escribir, mirando el modelo, siguió por el camino de la devoción que le enseñaron sus mayores, vivió siempre en la contemplación, le comprometió en una misión nueva. Porque a medida que Jesús se le iba metiendo más adentro, iba siendo su Bien, se le agrandaban los deseos de darlo a conocer a los trabajadores. Quería que Cristo fuera alabado en el trabajo.

Este Cristo Obrero que descubrió encarnado y concreto en Nazaret y en los caminos de los hombres y mujeres trabajadores, llenó toda su vida y le llevó a toda su entrega.

Como José de Nazaret, Francisco J. Butiñá llegó a su muerte sin miedo, porque… ¿cómo podía ser amarga la muerte de quien moría en manos de la Vida?

Cuatro tiempos de un camino cristológico, el que siguió nuestro Fundador. Al final, seguro que vio toda la luz del menestral en ese Rostro en el que había fijado los ojos desde muy joven.

Mª Jesús Aguirre fsj, “Familia Josefina”, núm. 26