Espiritualidad del trabajo
“Permaneced en mí como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. el que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de mí no podéis hacer nada”. (Jn 15,45)
La espiritualidad ha cobrado un gran interés en la actualidad, tanto en el mundo como en la Iglesia. Los últimos y profundos cambios o mutaciones que estamos viviendo, con sus posibilidades y exigencias de construcción de un futuro más humano interpelan a la sociedad y a todos los seres humanos. Es la misma historia quien nos induce a responder con verdad sobre la verdad misma, la que nos provoca a configurarla sin dejarnos dominar por ella ni desplazarnos pasivamente por ella. Nuestra sociedad parece haber quedado “desquiciada”. Hemos de crear nuevos quicios sobre los que la historia gire y gire bien y en la que los seres humanos podamos vivir o volver a vivir como tales. Esto supone muchos elementos, teoría y praxis, pero estamos llamados a integrarlos y vivir todos ellos adecuadamente, y esto es cosa de espíritu.
Es esta dimensión del ser humano con espíritu la que puede responder a lo que la realidad tiene de crisis y de promesa, la que unificar los diversos elementos de respuesta a la realidad para que esta sea, en definitiva, más promesa que crisis. A esto es a lo que llamamos espiritualidad.
En la Iglesia también surge esta pregunta por la espiritualidad, ya que participa también en la actual historia de la humanidad. Además, dentro de la Iglesia se ha producido también un desquiciamiento por la novedad introducida por el Vaticano II.
Buscar estos quicios es tarea ardua, exigente y no exenta de peligros. Intentar dar respuesta optando por afirmar la seguridad doctrinal y la imposición administrativo- jerárquica, cosas necesarias pero que no bastan para reconstruir el edificio. Por otra parte, por necesaria y urgente que sea la praxis cristiana, tampoco ella por sí sola bastante para rehacer todo el edificio nuevo. No es suficiente solamente teoría o praxis, ni por supuesto doctrina y administración. Teólogos como J.B. Metz e I. Ellacuría ponen el acento en “algo que es espíritu”.
La respuesta: Ser humano con espíritu, ser humano lleno del Espíritu de Cristo.
Hombres espirituales son los que viven con espíritu y, desde el punto de vista cristiano, “son aquellos que están llenos del Espíritu de Cristo y lo están de una manera viva y constatable, puesto que la fuerza y vida de ese Espíritu invade toda su persona y toda su acción” (I. Ellacuría).
Espiritualidad es el espíritu con que se afronta lo real, la historia en que vivimos con toda su complejidad.
La espiritualidad cristiana fundamental no es otra cosa que vivir la espiritualidad a la manera concreta de Jesús y según el espíritu de Jesús. Y eso es el seguimiento de Jesús. Según J. Sobrino la honradez con lo real respetando la verdad de la realidad, viviéndola desde la misericordia, siendo fieles y dejándonos llevar por lo real, son actos del espíritu.
Rehacer a lo largo de la historia la estructura fundamental de la vida de Jesús
Vivir con espíritu, posicionarse de manera correcta ante la realidad, es rehacer a lo largo de la historia la estructura fundamental de la vida de Jesús.
La espiritualidad cristiana hoy es seguir a Jesús, pero no reproduciendo tal o cual aspecto de su vida, sino reproduciendo toda ella desde la opción por los pobres. Jesús y opción por los pobres son fundamentales como formulación actual de la espiritualidad cristiana.
La estructura de la vida de Jesús que debe reproducir toda espiritualidad cristiana está marcada por la Encarnación (santidad de la pobreza), por la Misión (santidad del amor), por la Cruz (santidad política) y la Resurrección (santidad del gozo).
¿Qué queremos decir cuando hablamos de espiritualidad?
«La espiritualidad cristiana se parece a la humedad y al agua que mantiene empapada la hierba para que ésta esté siempre verde y en crecimiento. El agua y la humedad del pasto no se ven, pero sin ellas la hierba se seca. Lo que se ve es el pasto, su verdor y su belleza, y en el pasto lo que queremos cultivar, pero sabemos que para ello debemos regarlo y mantenerlo húmedo».
Con esta sencilla parábola explicaba un obrero lo que era para él su vida cristiana, su espiritualidad.
La “hierba” de la parábola es el trabajo, es la vida cotidiana, las relaciones con los vecinos, compañeros, y también el compromiso por la justicia, la militancia. Necesitan “el agua y la humedad” para no marchitarse, para no quedarse en flor sin fruto. Necesitamos el “agua” como la necesita el pasto.
En el evangelio de la samaritana, Jesús nos enseña que esta agua no la podemos extraer totalmente de nosotros mismos, y que es un agua que debe durarnos siempre.
Si el agua del prado se estanca, o si está contaminada, la hierba se va deteriorando o pudriendo. La calidad del agua mejora la vitalidad, la calidad de la hierba. Del mismo modo la calidad de la espiritualidad se transmite a la calidad de la acción y del estilo de vida cristiano.
“Jesús le respondió: ‘Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente que brota para la vida eterna’. Le dice la mujer: ‘Señor, dame de esa agua que para que no tenga más sed’. (Jn 4, 13)
La espiritualidad, la mística, no es un conjunto de «medios» o «prácticas religiosas». Es, más bien, la experiencia personal que hacemos de «ser creyentes”, es “la experiencia del Dios de Jesús», experiencia que de algún modo nos envuelve y dinamiza toda nuestra vida y acción, en todos sus aspectos. Lo que le da a la espiritualidad su fuerza es ser “experiencia vivida”.
Una persona «espiritual» no es la que realiza muchos «actos religiosos», o la que vive como «fuera de la realidad», sino la que “vive el espíritu de Jesús”, la que vive y se expresa con su estilo.
El cristiano se siente movido, animado, dinamizado por el espíritu que animó y movió a Jesús, el Espíritu del Padre, el Espíritu Santo. La mística cristiana es la motivación y referencia explícita a la persona de Jesús, a su Evangelio y a la justicia de su Reino.
“En efecto, todos los que son guiados por el espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rom 8, 14).
EL ESPÍRITU QUE ANIMÓ A JESÚS:
Jesús vivió y cultivó experiencias hondas, sentimientos profundos, convicciones fuertes, opciones claras que le marcaron decisivamente.
La experiencia del amor del Padre
Jesús vive a flor de piel la experiencia de que el Padre, desde lo hondo de la vida, acoge, empuja, abre al futuro con la fuerza del espíritu de la vida. El Padre es fuente de vida, siempre acompaña, es bueno, es Amor. Uno puede confiar en él. Jesús habla con su Padre, dialoga con él, lo siente presente y activo en las situaciones más diversas de la vida. Se siente querido por El, con él está seguro y no teme.
“En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños”. (Lc 10, 21)
Un militante obrero cristiano se expresaba de esta manera, al acabar en la JOC y despedirse:
«El regalo más precioso que me llevo de la JOC es el sentirme querido por el Padre, por Dios. Dios se ha ido haciendo presente en mi vida continuamente desde hace años. Me ha escuchado y me ha dado la mano en momentos diferentes. Me ha animado y me ha echado alguna bronca que otra, pero sobre todo me ha querido y me quiere, lo que provoca en mí un enorme sentimiento de tranquilidad y confianza. Para mí hablar de Dios es natural, porque creo en él, porque le quiero, y trabajo para que se haga presente en el mundo obrero. ”(Carlos M.).
La misericordia
Jesús vivió muy de cerca el sufrimiento de la gente; lo interiorizó, lo hizo suyo y quedó marcado por él. Sintió compasión, dolor, cariño, enfado… ante la mujer viuda que ha perdido a su hijo único” (Lc7,11), ante los paralíticos-leprosos que son marginados (Lc 17,11-13), ante la gente que era manipulada y que no sabía por dónde tirar (Mt 6,34), ante la pecadora que va a ser apedreada por los hombres que se consideran justos (Jn 8,2-11).
El sufrimiento del pueblo le provoca misericordia y le lleva a la acción. «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo» (Lc 6, 36).
Jesús siente una radical confianza en la vida y en las personas:
Es fiel al misterio y a la promesa que hay dentro de cada persona, dentro de la realidad. Siente que el Reino de Dios ya está en marcha:
“Y les respondió: “Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva, ¡y dichoso aquel que no se escandaliza de mí!” (Lc 7, 22-23)
¡Esto ya no hay quien lo pare! (Lc 17,20-21). Todo este talante, este espíritu, Jesús lo vivió con pasión, con entusiasmo, con radicalidad, pero también con dudas y dificultades. Iba configurando su estilo de vivir: el estilo de las bienaventuranzas. El espíritu de Jesús nace de Dios, procede del Padre.
LA ESPIRITUALIAD CRISTIANA
La espiritualidad cristiana consiste en «vivir según el espíritu que animó a Jesús». A esa manera de vivir es a lo que llamamos «seguimiento de Jesús», que es el fundamento de la espiritualidad cristiana. Este seguimiento implica:
Vivir como Él vivió (el estilo de las bienaventuranzas): renunciar al dinero, a los bienes Lc 18,22), opción por los pobres; renunciar a sí mismo, a la propia vida (Mt 10,39), amor a los otros; libertad ante los lazos familiares, o sociales si entorpecen el seguimiento…
Dedicarse a la causa a la que Jesús dedicó su vida: el Reino de Dios. Jesús dedica su vida a anunciar y a hacer presente el Reino a los pobres. El seguimiento de Jesús supone la solidaridad con los pobres y su causa: ser pobre, estar con los pobres, y luchar por la causa de los pobres. Esta opción por los pobres hoy, para que tenga incidencia, la concretamos en opción de clase.
«Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando todo enfermedad y toda dolencia”. (Mt 9, 35)
Vivir la experiencia de «encuentro personal». Un encuentro personal que es de adhesión, de confianza incondicional en Jesús, vivo, cercano, amigo, presente entre nosotros. Sabemos o sentimos personalmente llamados o enviados por Jesús al mundo y, de manera especial, a los pobres. Se trata de seguir a Jesús, no sólo sus valores o sus ideas.
“Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: ¿Qué buscáis? Ellos le respondieron: Rabbí – que quiere decir «Maestro» ¿dónde vives? Les respondió: Venid y lo veréis. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día”. (Jn 1,38-39)
Encontrase con Jesús, conocerle y seguirle son los ejes de la espiritualidad militante. Pero existe el riesgo de reducir el seguimiento de Jesús a «estar de acuerdo con ideas o sus valores», o de cuidar sólo el «encuentro personal» con Jesús sin asumir plenamente las consecuencias de este encuentro. Una espiritualidad que no lleve al compromiso es un engaño alienante.
Una espiritualidad comprometida con la vida
Al hablar así nos estamos refiriendo a una espiritualidad que:
- Despierta en nosotros la sensibilidad, la cercanía, la misericordia ante los «cojos, ciegos, paralíticos», ante las víctimas de la injusticia, la explotación, la manipulación,
- Nos impulsa al compromiso, a estar activos en medio del mundo de hoy
- Nos anima a mantener un estilo de vida comprometido, pobre, evangélico. Nos ayuda a permanecer, a resistir en el conflicto, a continuar después del fracaso.
- Se alimenta, se reconstruye, se fortalece, goza desde la misma acción, descubriendo en ella la presencia de Dios, la historia de la salvación.
La espiritualidad de la encarnación
Nuestra espiritualidad se basa en ese espíritu del Padre, tal como fue vivido por Jesús: un espíritu que procede del Padre y del Hijo.
Vivir el espíritu de Jesús es «estar en medio de la vida», «en el corazón de la masa, entre la gente sencilla», allí donde se va gestando el mal, la acción y la liberación.
Poco a poco vamos encontrando sentido a «ser uno más , a estar con las personas y los colectivos, a estar en la entraña de la vida», a «evangelizar desde dentro», a ser y sentirnos unos más en medio de los pobres, porque Jesús también se hizo uno de tantos.
«Jesús siendo de condición divina, no se aferró a su categoría de Dios. Sino que se despojó de su rango, y tomó la condición de siervo, haciéndose uno de tantos» (Fil 2, 6-7).
Por eso estamos llamados a ser un «contemplativos» en la vida y en la acción: afinando nuestra sensibilidad, nuestra fe para poder «leer, escuchar, ver, contemplar… el paso y la acción de Dios en las personas y en los acontecimientos que nos rodean».
Vamos madurando unas actitudes creyentes que nos capacitan para «oír» a Dios en el interior de la acción, y «sentirle cerca mientras actúa”.
Nos centramos, pues en este aspecto de la espiritualidad, en la espiritualidad de la Encarnación, que es lo mismo que la espiritualidad de la inserción (FE), aunque diré una palabra sobre la espiritualidad de la misión (CARIDAD), despliegue de la espiritualidad de la Encarnación. Lógicamente, la espiritualidad del seguimiento supone también la espiritualidad de la Cruz-gloriosa (Espiritualidad pascual —ESPERANZA). Es decir, la espiritualidad cristiana es la espiritualidad teologal.
Algunos elementos de la misión a tener en cuenta:
La misión, una acción para cambiar la realidad. Esa misión comienza con el horizonte del Reino de Dios como proyecto que Dios quiere para el mundo, para la historia, y -dentro de ella- para cada uno de los seres humanos. Por su opción por los pobres, Jesús anuncia el reino a los pobres de este mundo y lo inicia con signos (milagros, exorcismos, acogida a los pecadores y sin dignidad). Esos signos son solo signos, sacramentos, pues no cambian la estructura de la realidad, pero apuntan a la dirección del reino y suscitan la esperanza de que el reino es posible, cosa que, de alguna manera, ya lo podemos vivir aquí de manera significativa y casi siempre crucificada.
Junto a estos signos, Jesús lleva a cabo una praxis que tiene como referencia la sociedad como tal. Lo hace más en la denuncia y desenmascaramiento de lo negativo que elaborando teóricas positivas; pero lleva a cabo tal praxis. Denuncia y desenmascara todo poder: religioso, económico, intelectual y político que oprimen individual y estructuralmente. Y como algo radicalmente contrario, anuncia una sociedad distinta, liberada de esos poderes opresores.
Por acción no entendemos la pura actividad. La acción es un proceso que incluye también la reflexión, la contemplación, la acción.
No hay misión verdadera sin espíritu: la misericordia. Palabras, signos y praxis son la forma concreta de la misión de Jesús que brotan de la misericordia y que encuentran formas adecuadas según sea el sufrimiento del que hay que liberar. Signos que enuncian, concretándolo, el principio fundamental de vida cristiana: el amor. Aunque Jesús no lo hubiera declarado el mayor de los mandamientos, por su vida, por cómo realizó la misión, lo elevaba ya a principio fundamental de vida cristiana.
La misión como sentido a la vida. Tener una misión es lo que da sentido a la vida de Jesús. Más aún, no es Jesús el que tiene una misión -aunque con ella, a grandes rasgos, comienza-, sino que es la misión la que va moldeando la vida de Jesús, su vida externa como su vida interior, su ponerse delante de Dios. Podemos decir que es la misión quien va configurando la vida de Jesús. En ella va verificando la voluntad y el proyecto de Dios y, como hombre que también era, va descubriendo y perfilando el proyecto de Dios que, como Padre, le ofrece.
La misión como elemento central de la espiritualidad, de toda espiritualidad. Si la misión es el elemento central de toda espiritualidad, entendemos que no puede haber verdadera misión sin espíritu, no puede haber verdadera misión cristiana sin una verdadera espiritualidad. Vivir con espíritu es hacer, hacer por amor y con amor. No todo es hacer, pues existe el don y la gracia; pero sin un hacer amoroso, sin la disponibilidad al menos a poner signos y llevar adelante una praxis, cualquier espiritualidad es sospechosa.
“La misión sigue siendo hoy central en toda espiritualidad. pues es la forma de mantener la supremacía del amor en la vida cristiana”( Jonh Sobrino).
La espiritualidad del trabajo hemos de insertarla dentro de la espiritualidad de la misión.
EL OBRERO DE NAZARET SEÑOR DE LA HISTORIA
Jesús en el taller de Nazaret
Que el hombre participa con su trabajo en la obra de Dios mismo, su Creador, ha sido particularmente puesta de relieve por Jesucristo, aquel Jesús ante el que muchos de sus primeros oyentes en Nazareth «permanecían estupefactos y decían: «¿De dónde le viene a este tales cosas, y qué sabiduría es ésta que le ha sido dada?… ¿No es acaso el carpintero?”
En efecto, Jesús no solamente lo anunciaba, sino que ante todo, cumplía con el trabajo el «evangelio» confiado a él, la palabra de la Sabiduría eterna. Por consiguiente, esto era también el «evangelio del trabajo», pues el que lo proclamaba, él mismo era hombre del trabajo, del trabajo artesano al igual que José de Nazareth.
Aunque en sus palabras no encontremos un preciso mandato de trabajar -más bien, una vez, la prohibición de una excesiva preocupación por el trabajo y la existencia- no obstante, al mismo tiempo, la elocuencia de la vida de Cristo es inequívoca: pertenece al «mundo del trabajo», tiene reconocimiento y respeto por el trabajo humano, se puede decir incluso más: él mira con amor el trabajo, sus diversas manifestaciones, viendo en cada una de ellas un aspecto particular de la semejanza del hombre con Dios, Creador y Padre. ¿No es El quien dijo «mi Padre es el viñador» …, transfiriendo de varias maneras a su enseñanza aquella verdad fundamental sobre el trabajo, que se expresa ya en toda la tradición del Antiguo Testamento, comenzando por el libro del Génesis?.
En los libros del Antiguo Testamento no faltan múltiples referencias al trabajo humano, a las diversas profesiones ejercidas por el hombre. Baste citar por ejemplo la de médico, farmacéutico, artesano-artista, herrero -se podrían referir estas palabras al trabajo del siderúrgico de nuestros días-, la de alfarero, agricultor, estudioso, navegante, albañil, músico, pastor, y pescador.
Respeto y valoración de Jesús ante el trabajo y los trabajadores en su vida pública
Son conocidas las hermosas palabras dedicadas al trabajo de las mujeres. Jesucristo en sus parábolas sobre el Reino de Dios se refiere constantemente al trabajo humano: al trabajo del pastor, del labrador, del médico, del sembrador, del dueño de casa, del siervo, del administrador, del pescador, del mercader, del obrero. Habla además de los distintos trabajos de las mujeres. Presenta el apostolado a semejanza del trabajo manual de los segadores o de los pescadores. Además se refiere al trabajo de los estudiosos.
Pablo, un trabajador en medio de la misión
Esta enseñanza de Cristo acerca del trabajo, basada en el ejemplo de su propia vida durante los años de Nazareth, encuentra un eco particularmente vivo en las enseñanzas del Apóstol Pablo.
Este se gloriaba de trabajar en su oficio (probablemente fabricaba tiendas), y gracias a esto podía también, como apóstol, ganarse por sí mismo el pan. «Con afán y con fatiga trabajamos día y noche para no ser gravosos a ninguno de vosotros”.
De aquí derivan sus instrucciones sobre el tema del trabajo, que tienen carácter de exhortación y mandato: «A éstos… recomendamos y exhortamos en el Señor Jesucristo que, trabajando sosegadamente, coman su pan», así escribe a los Tesalonicenses. En efecto, constatando que «algunos viven entre vosotros desordenadamente, sin hacer nada”, el Apóstol también en el mismo contexto no vacilará en decir: «El que no quiere trabajar no coma». En otro pasaje por el contrario anima a que: “Todo lo que hagáis, hacedlo de corazón como obedeciendo al Señor y no a los hombres, teniendo en cuenta que del Señor recibiréis por recompensa la herencia”.
Las enseñanzas del Apóstol de las Gentes tienen, como se ve, una importancia capital para la moral y la espiritualidad del trabajo humano. Sin un importante complemento a este grande, aunque discreto, evangelio del trabajo, que encontramos en la vida de Cristo y en sus parábolas, en lo que Jesús «hizo y enseñó».
El Concilio Vaticano II y el trabajo
En base a estas luces emanantes de la fuente misma, la Iglesia siempre ha proclamado esto, cuya expresión contemporánea encontramos en la enseñanza del Vaticano II: “La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues este, con su acción, no sólo transforma las cosas y la sociedad; Sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse… Por tanto, ésta es la norma de la actividad humana que, de acuerdo con los designios y voluntad divinos, sea conforme al auténtico bien del género humano y permita al hombre, como individuo y miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación”.
En el contexto de tal visión de los valores del trabajo humano, o sea de una concreta espiritualidad del trabajo, se explica plenamente lo que en el mismo número de la Constitución pastoral del Concilio leemos sobre el tema del justo significado del progreso: “El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene. Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas sociales, vale más que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la promoción humana, pero por sí solo no pueden llevarla a cabo”.
Esta doctrina sobre el problema del progreso y del desarrollo -tema dominante en la mentalidad moderna- puede ser entendida únicamente como fruto de una comprobada espiritualidad del trabajo humano, y sólo en base a tal espiritualidad ella puede realizarse y ser puesta en práctica. Esta es la doctrina, y a la vez el programa, que ahonda sus raíces en el «evangelio del trabajo».
El trabajo humano a la luz de la Cruz y Resurrección de Cristo
Existe todavía otro aspecto del trabajo humano, una dimensión suya esencial, en la que la espiritualidad fundada sobre el Evangelio penetra profundamente.
Todo trabajo -tanto manual como intelectual- está unido inevitablemente a la fatiga. El libro del Génesis lo expresa de manera verdaderamente penetrante, contraponiendo a aquella originaria bendición del trabajo, contenida en el misterio mismo de la creación, y unida a la elevación del hombre como imagen de Dios, la maldición, que el pecado ha llevado consigo: «Por ti será maldita la tierra. Con trabajo comerá de ella todo el tiempo de tu vida».
Este dolor unido al trabajo señala el camino de la vida humana sobre la tierra y constituye el anuncio de la muerte: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado…”. Casi como un eco de estas palabras, se expresa el autor de uno de los libros sapienciales: “Entonces miré todo cuanto habían hecho mis manos y todos los afanes que al hacerlo tuve…” No existe un hombre en la tierra que no pueda hacer suyas estas palabras.
El Evangelio pronuncia, en cierto modo, su última palabra también al respecto, en el misterio pascual de Jesucristo. Y aquí también es necesario buscar la respuesta a estos problemas tan importantes para la espiritualidad del trabajo humano.
En el misterio pascual está contenida la cruz de Cristo, su obediencia hasta la muerte, que el Apóstol contrapone a aquella desobediencia, que ha pesado desde el comienzo a lo largo de la historia del hombre en la tierra. Está contenida en él también la elevación de Cristo, el cual mediante la muerte de cruz vuelve a sus discípulos con la fuerza del Espíritu Santo en la resurrección.
El sudor y la fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la condición actual de la humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha sido llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor a la obra de Cristo ha venido a realizar.
Esta obra de salvación se ha realizado a través del sufrimiento y de la muerte de cruz. Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús llevando a su vez la cruz de cada día en la actividad que ha sido llamado a realizar.
Cristo ”sufriendo la muerte de todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan paz y justicia”; pero, al mismo tiempo, ”constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre… purificando y robusteciendo también, con ese deseo, aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin”.
En el trabajo humano el cristiano descubre una pequeña parte de la cruz de Cristo y la acepta con el mismo espíritu de redención, con el cual Cristo ha aceptado su cruz por nosotros. En el trabajo, merced a la luz que penetra dentro de nosotros por la resurrección de Cristo, encontramos siempre un tenue resplandor de la vida nueva, del nuevo bien, casi como un anuncio de los «nuevos cielos y otra tierra nueva», los cuales precisamente mediante la fatiga del trabajo son participados por el hombre y por el mundo.
A través del cansancio y jamás sin él. Esto confirma, por una parte, lo indispensable de la cruz en la espiritualidad del trabajo humano; pero, por otra parte, se descubre en esta cruz y fatiga, un bien nuevo que comienza con el mismo trabajo: con el trabajo entendido en profundidad y bajo todos sus aspectos, y jamás sin él.
¿No es ya este nuevo bien -fruto del trabajo humano- una pequeña parte de aquella «tierra nueva», en la que mora la justicia? ¿En qué relación está ese nuevo bien con la resurrección de Cristo, si es verdad que la múltiple fatiga del trabajo del hombre es una pequeña parte de la cruz de Cristo? También a esta pregunta intenta responder el Concilio, tomando la luz de las mismas fuentes de la Palabra revelada: «se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo (cfr. Lc 9, 25).
No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuento puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al Reino de Dios”.
Hemos intentado, en estas reflexiones dedicadas al trabajo humano, resaltar todo lo que parecía indispensable, dado que a través de él deben multiplicarse sobre la tierra no sólo «los frutos de nuestro esfuerzo», sino además «la dignidad humana, la unión materna, y la libertad». El cristiano que está en actitud de escucha de la palabra del Dios vivo, uniendo el trabajo a la oración, sepa qué puesto ocupa su trabajo no sólo en el progreso terreno, sino también en el desarrollo del Reino de Dios, al que todos somos llamados con la fuerza del Espíritu Santo y con la palabra del Evangelio.
Manolo Barco
Sacerdote del Prado