La devota artesana

Encontramos en Librada Ferrarons un modelo de obrera cristiana que, como otros que presenta el P. Butiñá, se santifica en las tareas cotidianas, especialmente en su trabajo en la fábrica. No solo eso, vemos cómo le mueve el deseo de compartir con otras personas, especialmente con sus compañeras de trabajo, el sentido cristiano del trabajo, la posibilidad de encontrar a Dios en él. Para ello, busca estrategias concretas, como aprovechar las idas y venidas a la fábrica, enseñarles con la palabra y con su propio ejemplo durante las horas de labor, o velar porque se mantengan determinadas actitudes en el trabajo, como la responsabilidad, el buen ánimo, la fraternidad, evitando habladurías que lastimen a las compañeras.

Librada se compromete como trabajadora con las trabajadoras de su tiempo. ¿Cómo lo haríamos hoy nosotros? ¿Qué propuestas concretas tendríamos hoy tanto para santificar el propio trabajo como para ayudar también a los demás en este mismo sentido?

Librada es una persona que busca el silencio orante, y F. Butiñá se refiere a la posibilidad de cultivar tal silencio en medio del ruido de las máquinas. Nosotros estamos inmersos en una cultura de mucho ruido. ¿Cómo podríamos ayudarnos a recuperar el silencio como espacio de encuentro con nosotros mismos, con los demás, con Dios?

Así como Librada anima a sus compañeras con la frase «Chicas, la vista en la labor y en Dios el corazón«, ¿qué frase o mensaje motivador podemos decirnos nosotros o compartir con los demás?

La dureza del trabajo, las circunstancias complejas en que se desarrolla, dolorosas y ambiguas, muchas veces, nos desaniman y pueden llevarnos a vivirlo como mera rutina, como carga, como agobio y vacío. Librada encontró en la fe, en el deseo de santificarse, una fuente de sentido para su trabajo cotidiano. ¿Qué nos sugiere esto a nosotros? ¿Qué posibilidad vemos de dar sentido a nuestras tareas cotidianas?

¿Y cómo ayudar a otros?

 

«Apenas se levantaba, más temprano de lo que pedían sus delicadas fuerzas y cortos años, se dirigía inmediatamente a Dios, ofreciéndole todas las obras del día y suplicándole encarecidamente la guardase de todo riesgo de ofenderle. Templada de esta suerte salía de su casa camino de S. Juan de las Fonts, y el trayecto de una hora, que seguía hasta llegar a la fábrica, lo empleaba bien en rumiar verdades eternas o máximas del Sto. Evangelio, bien en rezar devotamente sus devociones. Cuando encontraba alguna compañera que se dirigía al mismo punto, la invitaba a ser compañera de sus merecimientos mediante la oración, y así juntas santificaban la mayor parte del camino, disponiéndose a trabajar con intención pura en las labores a que tenían que dedicarse durante el día».

 

«Era su pecho fragua de amor divino, de que saltaban ardorosamente chispas, que pegaban su fuego a cuantos la trataban. Así lo confesaban varias niñas, que por encargo de los amos tenía bajo su dirección y vigilancia».

 

«Es el silencio la guarda del corazón y auxiliar poderoso del recogimiento. Librada lo tenía en noble estima y lo guardó con religiosa diligencia echando candados a sus oídos y lengua, porque no admitiesen a su puerta vanas pláticas y negaran la entrada a cuentos inútiles y ociosos, enemigos de la quietud del alma y del sosiego de la oración. Censuras de vidas ajenas eran para ella más aborrecibles que la propia infamia, y cuando oía a alguna de sus compañeras deslizarse en historias impertinentes, atajábalas al punto con aquel dicho tan familiar en sus labios, como claro espejo de los afectos de su alma: Chicas, la vista en la labor y en Dios el corazón«.

 

«Aquí era donde la devota Virgen encontraba sus delicias, metida continuamente en la divina presencia, como si no tuviera que trabajar, y trabajando con tal empeño, cual si es trabajo absorbiera todos sus pensamientos. ¡Quién hubiera podido oír aquellos encendidos coloquios, aquellos regalados afectos, en que prorrumpía Librada viviendo entre el estruendo de las máquinas, cual si morase en la soledad de la Tebaida, émula de los más esclarecidos anacoretas!»

 

«En este loable amor sobresalía Librada entre todas sus compañeras, como cedro entre humildes arbustos. Dedicada desde los siete años al cuidado de una máquina de hilar, salió tan aventajada en su manejo, tan perfecta hilandera, que pronto la hicieron maestra y directora de otras niñas, que trabajaban en la misma fábrica. Y cierto que el aprovechamiento de las discípulas no se perdía por falta de celo en la instructora, ejemplar de laboriosidad y diligencia en el desempeño de sus cargos».

 

«En todas las fábricas, donde pudieron admirar sus virtuosos ejemplos, fue siempre perfecto dechado de fervientes obreras. Oh! Allí tendría el Señor sus complacencias, como en otro tiempo en el taller de Nazareth, modelo, que tenía ella sin cesar ante los ojos como la más acabada escuela de santidad para los fieles artesanos. ¿Dónde sino aquí aprendió su inquebrantable amor al trabajo? Tan firme era en ella esta afición, que antes le faltaron las fuerzas que se le extinguiera en su pecho el afán de trabajar, y aun así débil y sin vigor lo apreciaba cual medio aptísimo de santificación».

 

«Ángel de paz componía las discordias y rencillas que surgían en el taller. Cuando llegaba a su conocimiento que alguno alimentaba en su ánimo sentimientos de enemistad o espíritu de venganza, acudía luego a la oración para impetrar del divino Cordero concordia de los enemigos, y si sus ruegos y amonestaciones habían de tener algún valimiento, desvivíase la caritativa doncella y no descansaba hasta haber sembrado la paz y desecho el enojo de los ofendidos».

 

Francisco Butiñá, «La devota artesana».