La luz del menestral

«Si os pudiese enviar las vidas de menestrales que tengo escritas, estoy seguro de que os gustarían mucho… Te quiero copiar otra vez las principales, para que veas que en todas las profesiones se puede uno hacer santo» (Carta a Dolores Butiñá, escrita en León, el 10 de agosto de 1868).


Estas palabras que Francisco Butiñá dirige a su familia resumen muy bien el sentido de esta obra, probablemente la más característica de nuestro fundador. En ella expresa su experiencia carismática: el descubrimiento de Jesús de Nazaret como Luz en el mundo de trabajo y la posibilidad de ser santos, no a través de cosas extraordinarias, sino del trabajo cotidiano. Para acercar este ideal de santidad a los trabajadores de su tiempo, elige santos, beatos y venerables de una gran variedad de profesiones manuales. 

Entrar en esta obra de Francisco Butiñá y pensar en «los santos de la puerta de al lado» de los que habla el Papa Francisco es casi automático.

 

«Labrador, albañil, panadero, soguero o quien quiera que seas, que obligado a ganar el pan con el sudor de tu frente, buscas un rato de solaz y de descanso en la lectura de estas páginas, no creo seas del número de aquellos que ven en sus tareas ordinarias un obstáculo para subir a la cumbre de la santidad cristiana. Si, por desgracia, fueras presa de tan pernicioso error, desengáñate por Dios, porque tu estado, por humilde que parezca a los ojos del mundo, es bien diferente de cómo te lo pinta el enemigo mortal de nuestras almas. El Señor, en sus inefables designios, guiado por su amorosa y paternal providencia, te lo tenía prevenido desde toda la eternidad como un medio para ti, el más a propósito para subir al grado de santidad a  que desea sublimarte.

Este mundo, para que presente a nuestros ojos toda la belleza que el divino Artífice se propuso para su gloria o manifestación de sus incomparables perfecciones, no necesita menos del oficio que en él desempeñas, que del cetro que empuñan los monarcas. La gloria, pues, de cada uno está no tanto en el lustre del cargo que ejerce, cuanto en ponerlo por obra según los benéficos planes del criador. Compárese el universo mundo a un gran teatro, donde se pone en escena el sublime drama de la glorificación divina. En éste, todos los mortales son a la vez espectadores y actores, y deben representar el papel que les encomiende el Director soberano, que conoce perfectísimamente los talentos y habilidades de cada uno. Y así como si ejecuta mejor su papel el que hace la persona de criado que el que representa el puesto de emperador, éste es escarnecido y silbado de los concurrentes, cuando el otro recibe de toda partes aplausos y coronas, de la propia suerte, Dios, juez sapientísimo e imparcial, no mira tanto en nosotros el personaje que representamos, uno de menestral, otro de propietario, éste de religioso y aquél de seglar, como a la perfección con que desempeñamos cada cual su cometido y conforme a ella le galardona cuando la muerte corre el telón y termina para el mortal la escena de este mundo.

Estas son las verdades consoladores que nos enseña el Catolicismo. A los ojos de los hombres que no penetran más allá de la superficie de las cosas, únicamente son dignos de loa y de admiración, los que ocupan empleos brillantes; mas a los ojos de Dios, que sondea lo más recóndito del corazón humano, y a cada cosa da su valor justo y verdadero, merecen igual estima los humildes y pequeñuelos que cumplen igualmente con sus oficios, por despreciables que parezcan. Juez desinteresado y justísimo, al paso que en su tribunal divino reprueba y condena a cuantos por la elevación de sus cargos se desvanecieron y olvidaron el cumplimiento de sus deberes, al propio tiempo ensalza y glorifica a los que en sus trabajosas faenas supieron elevar sus miras y corazón al que tiene a gloria llamarse Padre de los pobres.

Aliéntate, pues, obrero cristiano, porque puedes ser un santo, y un gran santo, si cooperas a las gracias que el Señor derramará sobre tu alma a medida de tu correspondencia. Sólo así podrás algún día formar parte de aquel pueblo rey, porque en la gloria todos reinan con Jesucristo (….)

Sólo en el Catolicismo encuentra el trabajo su verdadera grandeza, porque en él,  y sólo en él, sirve al verdadero cristiano de precio para satisfacer por las deudas contraídas con la divina justicia, y de mérito para ganar la eterna gloria. Todas las gotas de sudor derramadas en tus faenas con espíritu cristiano se convertirán en el cielo en otras tantas perlas que adornarán tu eterna corona. ¿Quién se admira con esto de que nuestros antiguos catalanes ostentaran en los sepulcros las enseñan de sus artes, éste la horma, aquél las tijeras, el otro la lanzadera, como timbres de verdadera e imperecedera nobleza? Ama, pues, con santo orgullo la profesión a que Dios te ha destinado; trabaja por desempeñarla como de ti espera el Todopoderoso, y con esto llegarás a un grado de santidad superior al que te imaginas.

Para convencerte, no con razones, sino por experiencia, voy a poner a tu consideración los ejemplos de ilustres cristianos que en medio de ocupaciones análogas a las que tú ejerces, y tal vez entregados a oficios más bajos y penosos, enamoraron el Corazón de Dios y conquistaron en el cielo un reino y una gloria superior a la que rodea a monarcas que murieron también adornados de la divina gracia. Estúdialas como es debido, procurando copiar con fidelidad sus edificantes ejemplos. Con la lectura de las actas de los mártires que se hacía en la iglesia el día de su fiesta, se animaban los fieles en los primeros siglos del Cristianismo a dar su vida por Jesucristo. Todos, con excepción de enfermos y convalecientes, las oían de pie, para indicar la prontitud en seguir las huellas de aquellos héroes. Lee, pues, con aprovechamiento las Vidas que te ofrezco. Las he sacado de lo que nos dejaron escrito los Bolandistas, Ruinart, Butler y Baronio, o de los documentos que ellos citan; autoridades que en esta clase de escritos cada una vale por ciento.

Y a fin de que conozcas cómo los héroes que presento a tu imitación copiaron el modelo de todos los predestinados, te pondré primero los hechos principales de nuestro divino Salvador, que para honra y aliento de los menestrales quiso nacer, no de emperadores y reyes, como hubiera podido con sólo quererlo y como lo habían sido sus gloriosos ascendientes, sino de unos pobres artesanos, que tenían que mojar el pan con el sudor de su rostro. Sigue sus pasos, a imitación de sus esclarecidos siervos, y serás feliz en esta vida cuanto cabe a un pobre desterrado, y reinarás en la otra por eternidades sin fin». 

 

Francisco Butiñá, s.j., prólogo de la «La luz del menestral»