Orar desde la propia debilidad

Hoy en día está mal visto tener defectos, ser débil, sentirse vulnerable, no cumplir las medidas. Sabemos que nada ni nadie es perfecto. Pero seguimos viviendo como si no quisiéramos aceptar la imperfección.

 

En época de San Ignacio no era muy distinto, quizá estaban menos obsesionados por la imagen física, pero sí lo estaban por el «honor». Lo interesante en la vida de Ignacio comenzó cuando empezó a resquebrajarse su imagen. Sucedió en Pamplona, cuando no solo sufrió una derrota militar, sino una herida casi de muerte. Sorprendentemente, fue en esa oscuridad cuando empezó a vislumbrar algo nuevo. Y es que, aun en los momentos más sombríos, hay Alguien dispuesto a encontrarnos.

 

Fue precisamente cuando dejó de buscarse a sí mismo en todo lo que hacía, cuando pudo empezar a descubrir a Dios, que le buscaba en todo lo que le rodeaba. Dios fue ganando, poco a poco, la batalla más difícil, la de conquistar su corazón.  Y perdiendo así Iñigo de Loyola esta batalla fue como conquistó la victoria definitiva de su propia vida; encontró el sentido y la alegría de su existencia, que ya no sería otra que la de amar y servir a Dios en todas sus criaturas e invitar a los demás a acercarse más a Dios.

 

Quizá la clave de Ignacio sea, precisamente, que solo cuando “bajó la guardia», cuando ya no luchó más la batalla agotadora de tener que quedar bien, Dios pudo abrirse camino en su corazón y retomar para sí todas las cualidades maravillosas que había puesto en aquel joven y que estaban siendo utilizadas en la dirección equivocada. La vulnerabilidad es muchas veces la única puerta que Dios tiene para volver a conquistarnos. ¿Por qué tenemos tanto miedo a ser vulnerables, si es precisamente cuando más auténticamente somos nosotros mismos?

 

Conocer las propias limitaciones es un acto de sabiduría. Pero si además aceptamos esas limitaciones y le preguntamos a Dios qué puede hacer Él con ellas, es un acto de valentía. Sólo así Dios podrá volver a seducirnos y llevarnos a una «tierra prometida» que tiene reservada para cada uno de nosotros (Os 2, 16-18).

 

¿Te atreves tú a descubrirla, es decir, a re-descubrirte?