Silencioso José

Silencioso José,
pocos hombres han tenido
una responsabilidad como la tuya.
Al Niño Dios, hecho hombre,
y a su madre, María,
tú tenías que proporcionarles la casa,
el abrigo y el amor.
Enséñanos el valor de las tareas cotidianas.

Silencioso José,
no fuiste un hombre de palabras.
Fuiste un hombre de pan.
No guardamos ni una frase tuya.
Tú preferías la realidad de los gestos
sobre la sonoridad de los discursos.
Enséñanos la fuerza del ejemplo.

Silencioso José,
conocías la madera y su rugosidad,
la orden rápida, la obra por terminar.
En tu oficio artesanal,
consumiste tus fuerzas.
Enséñanos el valor de trabajar con calidad.

Silencioso José,
tuviste la suerte increíble
de vivir entre Jesús y María.
Si todo hombre precisa descubrir a Dios
en cada uno de sus hermanos,
¡qué grande fue tu santidad!
Enséñanos a ver a Dios
en todo rostro humano.

Silencioso José,
el pan que tú ganaste
se convirtió en carne de Dios.
Tu humilde morada
era la casa de Dios.
Tu amor paternal
reconfortó al Hijo del Padre.
Enséñanos a construir
el Cuerpo de Cristo.