De la vida de San Ignacio

El martes siguiente en su oración nocturna se ve azotado una vez más por los escrúpulos. De nuevo le asaltan las imágenes de su vida pasada y se inicia su letanía de recriminaciones a sí mismo. Con desesperación percibe cómo la familiar sombra de la culpa va dominándole. Pero esta vez ha llegado al límite. Después de meses de lucha no le quedan fuerzas ni siquiera para martirizarse. No sabe qué más puede hacer. Ha tocado fondo.

Se rinde. En ese momento, y tal vez por primera vez en su vida, brota de él una oración distinta. Siente que él solo, frágil y limitado, nada puede. Comprende que nada va a conseguir por sus propios medios. Por primera vez intuye que seguir a Dios no es cuestión de la propia perfección, sino de dejarse acompañar, sanar, conducir. En esta rendición se está haciendo, por vez primera, absolutamente pobre. En su corazón deja de mirar hacia sí mismo y se vuelve a Dios. Y descubre que Dios está ahí. Que nunca ha dejado de estar. Sólo que él ha estado tan equivocado, buscándolo en otros lugares, persiguiéndolo donde no podía encontrarlo… Vuelve el consuelo, la alegría, más serena que antes, la paz. Siente como que despierta de un mal sueño. La losa que durante largos meses le ha estado oprimiendo parece desvanecerse. Las lágrimas que ahora lavan su rostro hablan de alivio y de humildad, de encuentro, de esperanza y comprensión.

¿Cómo interpretar este episodio? Podría uno pensar, al acompañar a Íñigo en su noche oscura, que Dios ha sido muy duro con él. ¿No hubiese bastado con que mantuviese su corazón cantando y calentito, lleno de fervor y devoción camino de Jerusalén? ¿Era necesaria esta agonía?

De entrada esas preguntas parten de una comprensión equívoca de las cosas. Dios no ha «hecho sufrir» a Íñigo. Cuando, tiempo después, escriba acerca de cómo se desarrolla en nosotros la lucha de diversos espíritus, en sus reglas de discernimiento, el mismo Ignacio afirmará que el desconsuelo es obra del mal espíritu en nosotros, nunca de Dios.

Como mucho, Dios lo permite, pero no lo provoca. ¿Qué padre haría algo así con hijos a quienes adora?

Cambiemos entonces la pregunta: ¿Por qué Dios ha permitido esto? ¿Por qué, si Íñigo estaba tan desgarrado, no lo levantó antes, no le llenó de consuelo, de luz, de paz? ¿Por qué no le invadió? (y, tal vez, de paso, ¿por qué a veces nosotros le buscamos y no terminamos de encontrarle?)

Una imagen puede ser ilustrativa para entender el proceso espiritual de Íñigo hasta este momento. En Loyola Íñigo descubre un nuevo camino. Es Dios quien le ilusiona con ello. Y, sin embargo, el joven, aventurero e impulsivo, sintiéndose convertido y curado, cree que ahora ya todo depende de sí. Es como si Dios le hubiese invitado a subir a un carro para llevarle a un lugar soñado, y en vez de montarse en el carro dispuesto para él, Íñigo se empeñara en empujar, incapaz de comprender que se tiene que dejar llevar. (…)

En el fondo ahí se estrella su espejismo de ser «el mejor santo del mundo». Ahí se estrella su ideal de perfección. Ahí va de cabeza su orgullo. Hasta este momento todavía Íñigo no ha caído en la cuenta de que lo que Dios le pide no es que sea un Íñigo irreal, puro y magnífico; lo único que Dios quiere es que Íñigo, con sus fuerzas y flaquezas, se deje enamorar, seducir por el Cristo pobre y humilde que le está esperando, y que se convierta en testigo y transmisor de ese amor.

¿No es algo familiar, y tristemente frecuente? Ese empeño por tirar del carro, por cumplir, por hacer, por ser… que sólo lleva a clavar la mirada en un espejo en lugar de mirar a Dios. A cargar –heroica e inútilmente– con las limitaciones, empeñándose en corregirlas en lugar de dejar que sea Dios el que sane las heridas y abrace las miserias.

Ese empeño por hacerse fuertes en la fortaleza, en lugar de escuchar esa palabra que promete que la fuerza –de Dios– se realiza en la debilidad –la nuestra–.

 

J. M. Rodríguez Olaizola SJ, Ignacio, nunca solo