El Carpintero

José, el Carpintero. Son sus señas de identidad en Nazaret. Vive ahí, al doblar la esquina, en esa casa pequeña. Su mujer es muy simpática, amable, joven, hacendosa, fiel. Su hijo ya debe andar por los quince años. Les ayuda y juega como todos los chicos.

Una familia más. Un eslabón más en las largas genealogías de Israel. Oran a Yahveh. Creen en Yahveh. La diferencia está en que ya no esperan al Mesías.

¿O sí? ¿Esperaba, quizá, en momentos sombríos, otras manifestaciones de Dios, otros Mesías, un Dios distinto? Las dudas eran ciertas y su fe también, ya que pueden comulgar ambas certezas.

José, el vecino bueno, el carpintero bueno, el marido bueno, el padre bueno, el creyente bueno. Sólo eso. Nada más que eso.

Hoy te decimos cosas preciosas: que fuiste el guardián del plan de salvación, que eres el patrón de la Iglesia y del mundo obrero, que ayudas a morir bien (a vivir también).

Pero lo tuyo fue solo eso: ser un hombre bueno, un hombre sin nombre y sin brillo. No hubieras aparecido ni en el periódico ni en la hoja parroquial.

Tu gran verdad, tu misterio quedó celosamente guardado tras la caja fuerte de tu sencillez y de tu anonimato.

A quienes andamos buscando la vida, la vida de verdad; a quienes deseamos ofrecer a los otros las pistas que encontramos, danos alguna tú, que fuiste caminante hacia Egipto, hacia dentro y hacia Dios.

 

Mª Jesús Aguirre, fsj